miércoles, 10 de octubre de 2012

De risas, silencios y pan amasado


Siempre dije que ese lugar tenía los atardeceres más hermosos de Chile. He viajado y visto otros muchos ocasos y no me arrepiento de lo dicho. Recuerdo que luego de un arduo día de trabajo en el pueblo, pintar la vieja capilla, visitar las casas de la gente para conversar de la vida, las siembras, de su trabajo, del Dios de Jesús, jugar con los niños, la liturgia del día y trabajar con los campesinos y las mujeres en los talleres, sentarse en las escaleras de esa pequeña escuela rural a mirar cómo el sol se ponía entre los cerros -penosamente repletos de pinos de la Celulosa- era lo más bello y grato. Siempre que me sentaba ahí llegaba con andar alborozado "Cooper", un quiltro simpático con aspecto de labrador que se posaba a mis pies y debaja que le acariciara la cabeza.

Pero de Bajo Perquin nunca olvidaré a María, una maravillosa mujer ya entrada en años, madre de dos hijos. Vivía junto a su esposo en una humilde casa en el terreno de la escuela, donde trabajaban cuidando y manteniendo el lugar. Ella siempre nos recibía en la mañana y nos despedía al anochecer con una sonrisa hermosa, su franca sonrisa campesina. Siempre recordaré cuando un día ella salió a mi encuentro cuando cansado y sediento volvía de visitar las casas.
-¿Tienes sed?- Me preguntó .
No alcancé a abrir la boca -debió adivinarlo en mi mirada- cuando me invitó a pasar a su casa. Adentro nos sentamos en unas sillas blancas de plástico. Sobre una mesa cubierta con un mantel del mismo color puso un jarro de jugo en sobre y dos vasos de vidrio.
Conversamos largo y tendido, ella me contó de su vida, las preocupaciones, sus hijos -que correteaban por ahí-, sus sueños, frustraciones, su trabajo y también me preguntaba curiosa cómo era la vida en la ciudad. Yo le dije que en la ciudad gris la gente era diferente, más callada, menos cariñosa, preocupada de sus propios asuntos, pero que también existían hermosos lugares al igual que hermosas personas.

Los encuentros se fueron haciendo más frecuentes y la visitábamos con otros misioneros; siempre nos ofrecía pan amasado y una buena conversación en donde aprendíamos los unos del otro.
María sin querer me fue mostrando, como decía Esteban "una Iglesia modesta con olor a tierra, construyendo un mundo justo con sudores humanos", una Iglesia curtida de esfuerzo y trabajo al igual que sus manos, que eran suyas y del pueblo, y de Cristo que se hacía presente en medio de las penas y alegrías de esa gente. Sus sencillas palabras llenas de fuerza y amor calaban fuerte en mi, cada vez que la oía veía a un pueblo entero y a Jesús.
La última vez que la vi fue en la misa final. Nos despedíamos de la comunidad, era una gran fiesta donde todos aportaban con algo para beber y comer...la gente del pueblo se reunía y todos alrededor del altar agradecíamos la misión que llegaba a su fin.
Abrazos, despedidas, llanto, risas. La camioneta se alejaba y al camino salió María a despedirse de nosotros. Movía su mano en el gesto universal de despedida mientras nos sonreía con una sonrisa hermosa, su franca sonrisa campesina.

(Este cuento pertenece a una serie de mis mini-cuentos llamada "Seis encuentros con el Nazareno".)

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