Siempre
dije que ese lugar tenía los atardeceres más hermosos de Chile. He viajado y
visto otros muchos ocasos y no me arrepiento de lo dicho. Recuerdo que luego de
un arduo día de trabajo en el pueblo, pintar la vieja capilla, visitar las
casas de la gente para conversar de la vida, las siembras, de su trabajo, del
Dios de Jesús, jugar con los niños, la liturgia del día y trabajar con los
campesinos y las mujeres en los talleres, sentarse en las escaleras de esa
pequeña escuela rural a mirar cómo el sol se ponía entre los cerros
-penosamente repletos de pinos de la Celulosa- era lo más bello y grato.
Siempre que me sentaba ahí llegaba con andar alborozado "Cooper", un
quiltro simpático con aspecto de labrador que se posaba a mis pies y debaja que
le acariciara la cabeza.
Pero
de Bajo Perquin nunca olvidaré a María, una maravillosa mujer ya entrada en
años, madre de dos hijos. Vivía junto a su esposo en una humilde casa en el
terreno de la escuela, donde trabajaban cuidando y manteniendo el lugar. Ella
siempre nos recibía en la mañana y nos despedía al anochecer con una sonrisa
hermosa, su franca sonrisa campesina. Siempre recordaré cuando un día ella
salió a mi encuentro cuando cansado y sediento volvía de visitar las casas.
-¿Tienes
sed?- Me preguntó .
No
alcancé a abrir la boca -debió adivinarlo en mi mirada- cuando me invitó a
pasar a su casa. Adentro nos sentamos en unas sillas blancas de plástico.
Sobre una
mesa cubierta con un mantel del mismo color puso un jarro de jugo en sobre y
dos vasos de vidrio.
Conversamos
largo y tendido, ella me contó de su vida, las preocupaciones, sus hijos -que
correteaban por ahí-, sus sueños, frustraciones, su trabajo y también me
preguntaba curiosa cómo era la vida en la ciudad. Yo le dije que en la ciudad
gris la gente era diferente, más callada, menos cariñosa, preocupada de sus
propios asuntos, pero que también existían hermosos lugares al igual que
hermosas personas.
Los
encuentros se fueron haciendo más frecuentes y la visitábamos con otros
misioneros; siempre nos ofrecía pan amasado y una buena conversación en donde
aprendíamos los unos del otro.
María
sin querer me fue mostrando, como decía Esteban "una Iglesia modesta con
olor a tierra, construyendo un mundo justo con sudores humanos", una Iglesia curtida
de esfuerzo y trabajo al igual que sus manos, que eran suyas y del pueblo, y de
Cristo que se hacía presente en medio de las penas y alegrías de esa gente. Sus
sencillas palabras llenas de fuerza y amor calaban fuerte en mi, cada vez que
la oía veía a un pueblo entero y a Jesús.
La última vez que la vi fue en la misa final. Nos despedíamos de
la comunidad, era una gran fiesta donde todos aportaban con algo para beber y
comer...la gente del pueblo se reunía y todos alrededor del altar agradecíamos
la misión que llegaba a su fin.
Abrazos, despedidas, llanto, risas. La camioneta se alejaba y al
camino salió María a despedirse de nosotros. Movía su mano en el gesto
universal de despedida mientras nos sonreía con una sonrisa hermosa, su franca
sonrisa campesina.
(Este cuento pertenece a una serie de mis mini-cuentos llamada "Seis encuentros con el Nazareno".)
(Este cuento pertenece a una serie de mis mini-cuentos llamada "Seis encuentros con el Nazareno".)
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