sábado, 30 de julio de 2011

Acción y sentido social como Ignacio nos enseñó.

Seguramente hemos oído un centenar de veces la frase "Hombre soy, y nada humano me es ajeno". Para mi es el principio fundamental de la vida en sociedad del cristiano; si nos denominamos a nosotros mismos como cristianos comprometidos con las problemáticas que afectan a la gran comunidad en la que vivimos, vamos a sentir esta frase como un emblema clave en la contienda. La pobreza, el hambre y la inequidad serán para nosotros grandes aflicciones al igual que para nuestros hermanos que las sufren en carne propia.
Si hay alguien que dedicó su vida entera a meditar y obrar sobre éstas cosas, fue San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús.

San Ignacio nos enseñó que el involucrarse en la sociedad es un compromiso de fe que se funde con la búsqueda de la justicia, no la justicia terrenal -aquella pasajera, cambiante, corruptible- sino que la justicia de Dios, la del Reino.
Trabajar por la justicia del Reino supone estudio e investigación social, trabajo directo con personas en situación de exclusión, comunidades que buscan relaciones humanas fraternas e inclusivas, celebración de la fe y de la esperanza. De modo resumido, suele decirse que precisa de tres cosas: reflexión, acción y vida comunitaria.  
A veces se entiende que promover la justicia es ante todo cuestión de trabajo. Pero esto resulta muy parcial. El gran reto es más bien espiritual: que esta dedicación sea expresión de nuestra fe; que nos haga amigos de los mejores amigos de Jesús, los pobres; que transforme nuestro corazón; que sea seguimiento y no cerrada búsqueda personal. En definitiva, que sea expresión de la fe, concreción de la caridad –la individual, la social y la política– y movimiento de esperanza.

Ignacio nos dice claramente que para servir al Reino debemos abnegarnos de nuestra propia voluntad y poner el corazón con miras a Cristo. De nada nos sirve trabajar para nosotros mismos o para ser reconocidos por los demás si no es por amor y por la construcción del Reino. Debemos perseverar en la oración y fundirla con la acción, llamados por la urgencia y el derecho y ser como San Ignacio decía "contemplativos en la acción"


Un abrazo en Cristo, gracias por leer.

sábado, 16 de julio de 2011

Pureza, un llamado a la contienda.

Al escuchar la palabra "pureza", lo más probable es que inmediatamente se nos venga a la cabeza cosas casi fuera de lo humano; lo incorruptible, lo inmaculado y una serie de escrúpulos forzados que nos hacen alejarnos de ese ideal y su real significado.
En el mundo de hoy se vive una vorágine de hedonismo. Esa misma vorágine es la que nos hace tergiversar y tranzar muchos principios, cambiar paradigmas, pasar por alto situaciones y poner por "normal" una serie de cosas que derechamente no lo son. Esta nueva sociedad moderna, en la cual se pretende conseguir todo de manera instantánea y sin esfuerzo nos ha sumido en un gran letargo valórico. Es nuestro deber despertar de aquel embate y poner manos a la obra con la pureza de nuestro lado.
¿Pero qué es ésta pureza?
Generalmente se la asocia con la castidad, lo cual es correcto y es una opción maravillosa de tomar como joven católico, pero su esencia va más allá de eso; la pureza no es un estado de iluminación máximo ni es algo que nos haga seres ajenos a lo humano. Al contrario, debe despertar en nosotros una preocupación especial por lo que sucede con el hombre como individuo y la sociedad en todo su conjunto.
 El pecado le hace daño. La pureza nos invita a combatirlo, nos llama a una intensa contienda que no se libra con violencia, se combate desde el íntimo amor de Dios; un amor que perdona y  libera, pero que es implacable con el pecado, que no se doblega ante la injusticia, ante la inequidad social, la guerra, el hambre, la opresión y tantos males que salen del odio y del pecado. Luchar en esta contienda no es fácil, las tentaciones aparecerán en el camino y tendremos que hacerles frente con valentía, entusiasmo y fe. La pureza no trae languidez ni forma -como dije anteriormente- seres etéreos alejados de todo. Sería un gran error caer en ello e ignorar la gran significación, sentido y responsabilidad social que conlleva vivir puramente. Vivir la pureza es vivir en plenitud y  con miras a la santidad. Una santidad con los pies en la tierra; vivir lo que hay que vivir, reír lo que hay que reír y evitar situaciones que nos lleven a pecar. Ser capaces de sobreponernos al odio y combatir el pecado.
 La responsabilidad de vivir de esta manera es tal, que no basta solamente con la interioridad de cada uno; sino que debemos predicar con el ejemplo una vida pura, llevar a todas partes la chispa de la alegría, la tranquilidad del buen juicio y la fuerza de la contienda traducida en amor, en amor y nada más que amor.


Un abrazo en Cristo, gracias por leer.